lunes, 6 de abril de 2020

ANÁSTASIS


Todos, todos estos motivos, y quizás más: la necesidad de defender la vida frente al COVID-19, el miedo a la enfermedad y a la muerte, el sentido común que tenemos las personas, una actitud responsable como cabe esperar en estos casos, el necesario cumplimiento de la ley acatando voluntariamente las medidas impuestas por el gobierno, nos han recluido temporalmente en casa, para evitar la propagación de esta enfermedad que, inesperadamente, ha sorprendido a la humanidad, y paradójicamente, en el momento en el que más alzados nos sentíamos. Nos creíamos intocables, inalcanzables, invencibles, casi dioses, hasta el punto de que, tan sólo unas semanas antes, si alguien nos lo hubiera contado, no lo habríamos creído o habríamos pensado que se trataba del argumento de una película de ciencia ficción, pero no, la naturaleza, de un zarpazo, nos ha devuelto a la cruda realidad, a la única verdad universal, nos ha colocado en nuestro humilde lugar, mostrándonos de golpe y porrazo, la fragilidad de nuestra condición, lo débiles que somos.

Ha sido un virus, un insignificante microorganismo, el que ha hecho temblar en un instante, los cimientos de todas las grandes civilizaciones del presente. Es un problema mundial, no es algo que afecte solo a un país, sino a todos, absolutamente a todos, porque es algo contra el ser humano de manera física, patente, sin tener en cuenta nacionalidad, raza, o estatus social de cada cual. Creíamos que estábamos situados en la cúpula del mundo, pensábamos que eramos el centro, y que toda sustancia existente, cualquier elemento, la tierra, las plantas, los mares, los animales, el aire, todo, todo, estaba dispuesto a nuestro servicio, que nosotros, como reyes del universo, como seres principales, podíamos decidir sobre todo lo demás, influenciar en todo para garantizar nuestra existencia como especie, pero la vida nos ha dado una lección de humildad, enseñándonos que la naturaleza no es de nuestra propiedad, ni se somete a nosotros. Nosotros formamos parte de ella como un elemento más, el modo de un atributo que ni siquiera es importante. Lo sustancial, lo verdaderamente imprescindible se revaloriza por encima de nosotros y se manifiesta como una realidad inalcanzable y poderosa, vislumbrando su divina naturaleza.

Esta reclusión, que en la vida moderna ha supuesto un obligado paréntesis sin precedentes, nos ha regalado repentinamente un precioso tiempo. Un tiempo valioso que algunos están malgastado en tóxicos reproches, buscando culpables, sin ser conscientes, yo creo, de lo que realmente está ocurriendo. Un tiempo que otros utilizan para disfrutar de sí mismo, de los suyos, de sus casas, a pesar del miedo que indiscutiblemente se produce ante la incertidumbre frente al paradigma de un futuro incierto.

Esta es la realidad, y así nos encontramos: inseguros, descolocados, temerosos, desconcertados, cuestionándonos mil cosas, presintiendo que es el inicio de un cambio estructural que afectara a nuestras vidas para siempre.

Es posible que ante estas circunstancias, quizás por ese miedo ancestral, que no somos capaces de dominar, pero que todos y todas intuimos, aflore lo peor de algunos, dejando a la intemperie sus miserias, víctima de una catatonia injustificada y gratuita, pero al mismo tiempo, por este carácter ambivalente de la crisis, otros demuestran que son capaces de mostrarse solidarios, de revestirse de positividad y actuar en consecuencia, tendiendo la mano a los que más lo necesitan, a los que siempre se quedan atrás. Estos han entendido que es necesario hoy convertirnos todos en uno, actuar juntos frente a lo que nos acosa, a lo que amenaza nuestra existencia como especie.

La independencia intelectual, condena casi siempre a la soledad. Es una máxima irrefutable, pero a pesar de ello, no es tiempo de cobardías ni estupideces. Entiendo que es el momento de ser sinceros y valientes, es necesario reconstruir los cimientos que sustentan nuestra existencia, regenerar los pilares podridos que producen nuestra inestabilidad, personal y social, y afrontar juntos un nuevo futuro mucho más sostenible, más respetuoso con el mundo natural al que pertenecemos. Es momento de recapacitar, de replanteárselo todo.

Debemos de concretar lo sustancial, comprender todo lo que realmente nos mantiene y nos conviene para progresar como especie. Tenemos obligatoriamente que volver a ser respetuosos con el medio ambiente, volver a ver como madre a la naturaleza, a la cual pertenecemos y de la que nos es imposible desprendernos ni alejarnos. Lo sustancial omnisciente. Todo lo demás son meros atributos, y ni siquiera eso, muchos solo son modos innecesarios, superfluos, e incluso inciertos, frutos de mitos pasados que alguna vez sirvieron para cohesionar, pero que ya han muerto desgastados por su condición de atrezo, sin que fuéramos conscientes de ello, como lo han hecho tantas y tantas personas en el mundo por esta pandemia.

Esto es un secreto revelado, la certeza sacrosanta de la mayor libertad, la única y verdadera anástasis esperada, la resurrección como una revolución del propio ser humano, porque es tiempo de centrarse, de liberarse, despojándonos de todo cuanto pese como un lastre. Todo lo demás es anodino.

Cuando regresemos a las calles, cuando volvamos a los demás y recuperemos nuestra vida social, deberíamos estar preparados, haber aprovechado este tiempo para haber asumido esta nueva realidad y haberla entendido y asimilado como una epifanía. Deberíamos renunciar al pecado de la frívola diáspora, y al histrionismo de creernos el centro, de pensar que somos lo único.

Sólo lo sustancial, capaz de existir por sí mismo, manifiesta esa divinidad que ansiamos, pero de la que carecemos como individuos, como especie incluso. Eso, a mi criterio, es lo que nos ha quedado patente, es lo que he aprendido, que somos débiles, perecederos y mortales, y que la única manera de evolucionar y seguir hacia delante es reconociendo que tan sólo somos una parte de esa realidad total, de esa verdad universal, que sin nosotros, puede seguir existiendo sin mas, porque no somos importantes, no somos imprescindibles, no somos dioses.



Ignacio Bermejo