viernes, 28 de abril de 2017

“Retazos como Jirones de un pasado incierto”


Me viene a la memoria a retazos, como jirones de un pasado lejano desdibujado ya por el tiempo, una tarde lejana de verano, posiblemente vísperas de San Juan, en la que desde la playa de la Casería, con un carrillo de mano, se adentraba en la plaza de la iglesia con estrepitoso escándalo, para la algarabía del resto de los vecinos,  un hombre envuelto en sapina, que a mí, posiblemente víctima de mi propia imaginación, debo reconocer que siempre muy vigorosa y voladiza, se me asemejaba a un gorila escapado de algún circo, o quizás un monstruo marino.  Era el Majanillo, un personaje rudo del lugar, que vivía de pelearse a diario con la mar, de donde sustraía hermosas, frescas y brillantes mojarras y choquitos pequeños y tiernos que vendían a la puerta del bar, exponiéndolos sobre un improvisado mostrador de cajillos viejos, procurándose el sustento.
Aquella imagen, de recuerdo difuso que a todos hacía reír, a mí me aterraba, quizás porque a mi corta edad era incapaz de discernir de manera coherente y correcta la realidad en que vivía, y es que era un niño, tan solo un niño, y pensaba como tal.
El resto de hombres, quizás tan rudos como el Majanillo, vestidos con camisas abotonadas de colores apagados, con pantalones grises, que ataban, y digo bien, ataban a la cintura por cintos de cuero negro y gastado, que a falta de hebillas y agujeros, no llegaron  nunca a ser verdaderas cinturones. Entre ellos, Manuel, quien el hambre lo llevó un cierto día a hacer un puchero de gaviota, pájaro de carne salada y dura, difícil de comer, o el Marruengo, un hombre siempre viejo y doblado como una alcayata, de tanto labrar la tierra de las huertas para preñarla de plantas que criaba mimándolas como a hijas que crecieran sanas, también frescas y lozanas, hasta arrancarlas finalmente y venderlas, como el Majanillo hacía con el pescado, para mal vivir con las cuatro pesetas conseguidas.
Mis coetáneo sabrán de quienes les hablo, y recordarán también, como yo, a Petra, nombre de mujer que por aquel entonces me resultaba despectivo por asociarlo quizás a aquella de recuerdo desagradable, y que el tiempo, redondeada ya la aspereza de aquella mirada inocente y posiblemente equivocada de niño, lo han transformado en uno de los más bonitos del santoral.  Ella era vieja, y vestía siempre de gris, con un bambo, al menos así llamaba mi madre a aquel vestido que, a modo de bata, se abotonaban por delante, de arriba abajo, y que ella empleaba para ataviar un medio luto sempiterno, posiblemente en memoria de algún ser querido muerto en la guerra, o quizás como respuesta a un tiempo pasado oscuro que atormentara su alma. Vivía sola, en una casa tan vieja y pequeña como ella, a la que accedía subiendo dos grandes escalones, en los que a veces me sentaba para jugar a las chapas, y que a ella se les hacían una barrera insuperable, sobre todo cuando el orujo mermaba las pocas fuerzas que le quedaban, y es que la recuerdo, y ya digo que quizás de manera injusta y equivocada,  como una vieja loca, desfasada y borracha, que como Penélope, perdió el  tren de su vida, y quedó varada en aquella estación perdida por siempre esperando su regreso.


Ignacio Bermejo Martínez