martes, 1 de julio de 2014

La muerte no es el final.


Llegué de nuevo al pueblo tras la llamada de un vecino,  al que casi ni recordaba, que me contó cómo mamá había terminado sus días. Todo había pasado sumamente rápido, de manera casi inexplicable, muy repentinamente. Murió mientras dormía, sin haber dado muestras de flaqueza o enfermedad alguna.

El tren se acercaba a la estación de antaño sin hacer escalas, y mientras, sin saber exactamente por qué,  el miedo se iba apoderando de mi alma, quizás temiendo el reencuentro  con un pasado dejado atrás hacía demasiado tiempo.  Me aterraban aquellos fantasma de antaño,  imaginarios monstruos que crecían en mi imaginación y que me desconcertaban, a pesar de mis canas.

Bajé al llegar, cargando mi maleta, y miré alrededor  para descubrí asombrado que a pesar de que todo había cambiado, curiosa, misteriosa, y maravillosamente continuaba  siendo igual. Todo continuaba estando donde siempre estuvo, todo, pero nada era igual, todo había cambiando, aunque de alguna manera continuaba siendo lo mismo.

Por aquel andén, el mismo andén, correteaban niños, otros niños, tal y como lo hiciéramos mi hermano y yo hace ya una eternidad. Mi hermano, ¿dónde estaría? ¿Qué habría sido de él? Le perdí la pista hace tanto tiempo que  se había convertido en un perfecto desconocido.

Tomé un taxi, y al dar la dirección para que me llevara,  el taxista se volvió y me preguntó:
-¿Es usted Rodrigo? ¿El Joven Rodrigo?
-Supongo que sí. - Respondí sorprendido.
-Su madre no paraba de hablar de usted. Lo hacía siempre, todos los días, repitiendo una y otra vez que se sentía muy orgullosa.  Realmente le quería. Le quería muchísimo. Con locura.
Aquellas palabras, regaladas tan gratuita y cordialmente, aliviaron mi alma como un bálsamo, llenándome de sosiego.  

Y llegamos a casa, a mi casa de entonces, y en la puerta un hombre apuraba un cigarrillo, un hombre, de aspecto desconocido.  Se quedó mirándome fijamente mientras bajaba del coche. Se acercó, y me tendió mano. La tomé al tiempo de levantarme y no pude impedir que me tirase hacia sí, sobre su pecho, apretándome  en un abrazo que reconocí en seguida. Él era Juan, era mi hermano, y  permanecimos unos minutos fundidos el uno en el otro,  mientras las lágrimas afloraban a mis ojos por primera vez. Temía llorar. Pensaba que me rompería al hacerlo, pero curiosamente, aquellas lágrimas que se escapaban de mi interior sin poderlas contener, me liberaban de aquel dolor tan punzante, de aquel pesar que me afligía desde que conocí la noticia de la muerte de mi madre. Mi hermano no dijo nada, no dijo absolutamente nada, prolongando  aquel abrazo como si quisiera recuperar todo el tiempo perdido.

-Pasa Rodrigo, pasa. - Me dijo al fin conduciéndome al otro lado de aquella puerta que permanecía entreabierta. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al adentrarme entre aquellas paredes que me habían visto crecer.  Ella no estaba, se había marchado para siempre, pero de alguna manera sentí  de repente que continuaba estando allí presente, que jamás se marcharía del todo de aquel lugar. Fue entonces cuando comprendí, sin saber exactamente por qué, que la muerte no es el final.  Él asintió sin palabras,  con una media sonrisa, como si hubiera oído mis pensamientos, y entonces lloramos juntos, y ambos, curiosamente, comenzamos a sentirnos mejor, mucho mejor,  como si hubiéramos logrado algo verdaderamente importante. Así era, ella viviría por siempre en nosotros.  

Ignacio Bermejo Martinez