jueves, 12 de noviembre de 2015

LA GLORIA


Aquella tierra recién arada de grandes terrones rojizos que se extendía por toda la loma, parecía estar descansando, mirando al horizonte azul, a aquel mar añejo de antiguas historias de piratas, de barcos de blanco velamen que surcaron aquellas mismas aguas en busca de grandes batallas, viejos héroes de sable en mano, que nunca murieron del todo y que dieron nombre a las calles de aquel pueblo testigo de mi más tierna infancia. ¨
Una tierra bermeja, abierta y dispuesta, un año más, a dar a luz nuevas plantas: pimientos, tomates y cebollas que nacerían bajo el sol caluroso de aquel verano que empezaba a hacer alargadas sombras con aquella desvencijada y olvidada torre, la torre Del Puerco.
Allí estaba yo, con mis pies descalzos, sobre aquella tierra fértil, frente al mar gigantesco, en un instante que parecía eterno, contemplando el paisaje mágico que se bebía mi alma haciéndome sentir pequeño y al mismo tiempo el centro de todo cuanto existe.
Momento místico y secreto en el que uno se siente un dios y dueño de su propio destino. Allí fue precisamente, donde entendí cuál era mi sino. Si existía, si aquel ser omnipotente cuyas manos mueven todos los hilos había permitido que yo estuviera vivo, que yo estuviese allí, era precisamente para que hiciera aquello hermoso y grande que había venido a hacer. Ya no había remedio, no cabía renunciar, no había vuelta atrás.
Y así, sereno y convencido,  tras comprender en aquel instante que yo era el centro de todo el universo, extendí mis brazos cuanto pude,  alzando la mirada y respirando profundo,  inundando mis pulmones con aquel cálido aire que sabía a tierra y a sal, dejando que los cegadores rayos de luz volvieran a cegarme y a calentar mi rostro. Quería fundirme con aquel espacio, con aquella tierra, con aquel sol lejano y poderoso,  convertirme en un elemento más de aquel paisaje, estar presente y al tiempo ser invisible.  Ansiaba volar, saltar desde aquellas rocas hacia el vacío y planear sobre el inmenso mar como su fuera un ave, mientras que la  sombra de mi padre siguiera labrando incansable aquella tierra, mirándome a lo lejos con su figura encorvada de agricultor viejo y sabio, diciéndome con su mirada que el éxito se encuentra siempre y únicamente justo después del esfuerzo, en aquel sacrificio tras el arrojo de la inquebrantable voluntad que te empuja a seguir sin desfallecer. Un esfuerzo que te da ventaja y la victoria.
Mi padre, aquel hombre que supo inculcarme sin palabras aquellos valores que sirvieron para cimentar la personalidad del hombre que ahora soy, un hombre que quiere volar sobre el mar mientras recuerdo como él golpeaba la tierra dura con la soleta, una y otra vez, y otra, y otra, y otra, hasta abrirla. Su ejemplo, seguir trabajando así de duro, fundiéndose en gruesas gotas de sudor que le caían desde su arrugada piel hasta el suelo,  para teñir la tierra como sangre, y seguir, siempre seguir trabajando incansable, sin mirar al final, sin importarle siquiera si existía, con la cabeza gacha, pendiente solo al golpe, pendiente solo del paso hacia delante y de dejar atrás un surco abierto para acoger el germen de la vida.  
Y así estoy volando, soñando que lo hago, en el recuerdo, visionando aquel hombre que no cesó en el empeño de conquistar sus sueños, oliendo el aroma que desprende las cebollas, los pimientos y los tomates que han de nacer de esta tierra abierta, en un ciclo sin fin, la vida que renace cada año, en un milagro sorprendente. La mar azul como nunca, la mar azul como siempre, mientras lloro con lágrimas que manchan la tierra como sangre.
He de volar alto, bien alto. He de surcar el aire sin descanso y derramarme entero, sin mirar al horizonte, sin esperar acabar nunca, por el placer infinito de entregarme, por el placer infinito de gastarme, con la conciencia limpia del que sabe qué hace cuánto debe, cuanto puede, hasta agotarse. Y tras el cansancio, continuar golpeando, como hacia mi padre, una y otra vez, y otra y otra y otra, hasta la extenuación, y una vez esta, si es posible, continuar golpeando, porque ese es el secreto del éxito. Debo hacer eso en honor a su memoria, y debo volar.

Una música misteriosa, pero tremendamente bella, emana de aquella tierra, de aquel lugar sagrado,  donde se produce año tras año el maravilloso milagro de la vida. Una música que penetra por cada poro de mi piel, como la luz, como el aire, convirtiéndose en una preciosa sinfonía que vino a ser la banda sonora de mi vida. Una música que solo oigo yo, sobre la que cabalgo. Una música que es el aliento que no me ha de faltar, como una mano amiga que me agarra y que me alza y que me empuja. Esa es la gloria, la verdadera y mayor gloria, aquella que se alcanza con esfuerzo.