Llegué de nuevo al pueblo tras la llamada de un vecino, al que casi ni recordaba, que me contó cómo
mamá había terminado sus días. Todo había pasado sumamente rápido, de manera
casi inexplicable, muy repentinamente. Murió mientras dormía, sin haber dado
muestras de flaqueza o enfermedad alguna.
El tren se acercaba a la estación de antaño sin hacer
escalas, y mientras, sin saber exactamente por qué, el miedo se iba apoderando de mi alma, quizás
temiendo el reencuentro con un pasado
dejado atrás hacía demasiado tiempo. Me
aterraban aquellos fantasma de antaño, imaginarios
monstruos que crecían en mi imaginación y que me desconcertaban, a pesar de mis
canas.
Bajé al llegar, cargando mi maleta, y miré alrededor para descubrí asombrado que a pesar de que todo
había cambiado, curiosa, misteriosa, y maravillosamente continuaba siendo
igual. Todo continuaba estando donde siempre estuvo, todo, pero nada era igual,
todo había cambiando, aunque de alguna manera continuaba siendo lo mismo.
Por aquel andén, el mismo andén, correteaban niños, otros niños,
tal y como lo hiciéramos mi hermano y yo hace ya una eternidad. Mi hermano, ¿dónde
estaría? ¿Qué habría sido de él? Le perdí la pista hace tanto tiempo que se había convertido en un perfecto
desconocido.
Tomé un taxi, y al dar la dirección para que me llevara, el taxista se volvió y me preguntó:
-¿Es usted Rodrigo? ¿El Joven Rodrigo?
-Supongo que sí. - Respondí sorprendido.
-Su madre no paraba de hablar de usted. Lo hacía siempre,
todos los días, repitiendo una y otra vez que se sentía muy orgullosa.
Realmente le quería. Le quería
muchísimo. Con locura.
Aquellas palabras, regaladas tan gratuita y cordialmente, aliviaron
mi alma como un bálsamo, llenándome de sosiego.
Y llegamos a casa, a mi casa de entonces, y en la puerta un
hombre apuraba un cigarrillo, un hombre, de aspecto desconocido. Se quedó mirándome fijamente mientras bajaba del
coche. Se acercó, y me tendió mano. La tomé al tiempo de levantarme y no pude
impedir que me tirase hacia sí, sobre su pecho, apretándome en un abrazo que reconocí en seguida. Él era
Juan, era mi hermano, y permanecimos
unos minutos fundidos el uno en el otro, mientras las lágrimas afloraban a mis ojos por
primera vez. Temía llorar. Pensaba que me rompería al hacerlo, pero
curiosamente, aquellas lágrimas que se escapaban de mi interior sin poderlas
contener, me liberaban de aquel dolor tan punzante, de aquel pesar que me
afligía desde que conocí la noticia de la muerte de mi madre. Mi hermano no
dijo nada, no dijo absolutamente nada, prolongando aquel abrazo como si quisiera recuperar todo
el tiempo perdido.
-Pasa Rodrigo, pasa. - Me dijo al fin conduciéndome al otro
lado de aquella puerta que permanecía entreabierta. Un escalofrío recorrió mi
cuerpo al adentrarme entre aquellas paredes que me habían visto crecer. Ella no estaba, se había marchado para
siempre, pero de alguna manera sentí de
repente que continuaba estando allí presente, que jamás se marcharía del todo
de aquel lugar. Fue entonces cuando comprendí, sin saber exactamente por qué,
que la muerte no es el final. Él
asintió sin palabras, con una media
sonrisa, como si hubiera oído mis pensamientos, y entonces lloramos juntos, y
ambos, curiosamente, comenzamos a sentirnos mejor, mucho mejor, como si hubiéramos logrado
algo verdaderamente importante. Así era, ella viviría por siempre en nosotros.
Ignacio Bermejo Martinez
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