Aquella tierra recién arada de grandes terrones rojizos que se extendía
por toda la loma, parecía estar descansando, mirando al horizonte azul, a aquel
mar añejo de antiguas historias de piratas, de barcos de blanco velamen que
surcaron aquellas mismas aguas en busca de grandes batallas, viejos héroes de
sable en mano, que nunca murieron del todo y que dieron nombre a las calles de
aquel pueblo testigo de mi más tierna infancia. ¨
Una tierra bermeja, abierta y dispuesta, un año más, a dar a luz nuevas
plantas: pimientos, tomates y cebollas que nacerían bajo el sol caluroso de
aquel verano que empezaba a hacer alargadas sombras con aquella desvencijada y
olvidada torre, la torre Del Puerco.
Allí estaba yo, con mis pies descalzos, sobre aquella tierra fértil,
frente al mar gigantesco, en un instante que parecía eterno, contemplando el
paisaje mágico que se bebía mi alma haciéndome sentir pequeño y al mismo tiempo
el centro de todo cuanto existe.
Momento místico y secreto en el que uno se siente un dios y dueño de su
propio destino. Allí fue precisamente, donde entendí cuál era mi sino. Si
existía, si aquel ser omnipotente cuyas manos mueven todos los hilos había
permitido que yo estuviera vivo, que yo estuviese allí, era precisamente para
que hiciera aquello hermoso y grande que había venido a hacer. Ya no había
remedio, no cabía renunciar, no había vuelta atrás.
Y así, sereno y convencido, tras
comprender en aquel instante que yo era el centro de todo el universo, extendí
mis brazos cuanto pude, alzando la
mirada y respirando profundo, inundando
mis pulmones con aquel cálido aire que sabía a tierra y a sal, dejando que los
cegadores rayos de luz volvieran a cegarme y a calentar mi rostro. Quería
fundirme con aquel espacio, con aquella tierra, con aquel sol lejano y
poderoso, convertirme en un elemento más
de aquel paisaje, estar presente y al tiempo ser invisible. Ansiaba volar, saltar desde aquellas rocas
hacia el vacío y planear sobre el inmenso mar como su fuera un ave, mientras
que la sombra de mi padre siguiera
labrando incansable aquella tierra, mirándome a lo lejos con su figura
encorvada de agricultor viejo y sabio, diciéndome con su mirada que el éxito se
encuentra siempre y únicamente justo después del esfuerzo, en aquel sacrificio tras
el arrojo de la inquebrantable voluntad que te empuja a seguir sin desfallecer.
Un esfuerzo que te da ventaja y la victoria.
Mi padre, aquel hombre que supo inculcarme sin palabras aquellos valores
que sirvieron para cimentar la personalidad del hombre que ahora soy, un hombre
que quiere volar sobre el mar mientras recuerdo como él golpeaba la tierra dura
con la soleta, una y otra vez, y otra, y otra, y otra, hasta abrirla. Su
ejemplo, seguir trabajando así de duro, fundiéndose en gruesas gotas de sudor
que le caían desde su arrugada piel hasta el suelo, para teñir la tierra como sangre, y seguir,
siempre seguir trabajando incansable, sin mirar al final, sin importarle
siquiera si existía, con la cabeza gacha, pendiente solo al golpe, pendiente
solo del paso hacia delante y de dejar atrás un surco abierto para acoger el
germen de la vida.
Y así estoy volando, soñando que lo hago, en el recuerdo, visionando
aquel hombre que no cesó en el empeño de conquistar sus sueños, oliendo el
aroma que desprende las cebollas, los pimientos y los tomates que han de nacer
de esta tierra abierta, en un ciclo sin fin, la vida que renace cada año, en un
milagro sorprendente. La mar azul como nunca, la mar azul como siempre,
mientras lloro con lágrimas que manchan la tierra como sangre.
He de volar alto, bien alto. He de surcar el aire sin descanso y
derramarme entero, sin mirar al horizonte, sin esperar acabar nunca, por el
placer infinito de entregarme, por el placer infinito de gastarme, con la
conciencia limpia del que sabe qué hace cuánto debe, cuanto puede, hasta
agotarse. Y tras el cansancio, continuar golpeando, como hacia mi padre, una y
otra vez, y otra y otra y otra, hasta la extenuación, y una vez esta, si es
posible, continuar golpeando, porque ese es el secreto del éxito. Debo hacer
eso en honor a su memoria, y debo volar.
Una música misteriosa, pero tremendamente bella, emana de aquella
tierra, de aquel lugar sagrado, donde se
produce año tras año el maravilloso milagro de la vida. Una música que penetra
por cada poro de mi piel, como la luz, como el aire, convirtiéndose en una
preciosa sinfonía que vino a ser la banda sonora de mi vida. Una música que
solo oigo yo, sobre la que cabalgo. Una música que es el aliento que no me ha de
faltar, como una mano amiga que me agarra y que me alza y que me empuja. Esa
es la gloria, la verdadera y mayor gloria, aquella que se alcanza con esfuerzo.
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