Aún recuerdo el día en que tuve aquella gran idea. Tan maravillosa
fue que decidí, al instante, tomar un lápiz
y pintarla.
Cuando estuvo impresa, esparcida sobre el blanco papel con su forma, me quede contemplando absorto cómo, tomando vida, se elevó hasta el cielo transformándose en una pequeña estrella que desde
entonces brilla con fuerza.
Mientras, sin querer,
sin ni siquiera darme cuenta, me quedé dormido y soñé con la batalla: Mi mano reclamaba para sí la idea afirmando
que había sido ella quien le había dado forma. Mi cerebro protestó muy enfadado aseverando que había sido él quien la había imaginado.
También mi corazón se sumó al altercado y, testarudo como era, , sin dar su brazo a
torcer, la reclamó para él porque decía haberla engendrado dentro de sí.
Tan distraídos andábamos en la disputa que ninguno notó la falta del lápiz traidor,
que sin decir nada se marchó de dirigiéndose
al Registro. Al llegar allí se autoproclamó autor del pensamiento por haberlo
escrito él. Y lo peor del caso es que
incluso pudo demostrarlo. Así lo hizo y lo registró a su nombre. Desde entonces
es él su propietario legal, y mi mano, mi cerebro y mi corazón, todos con cara
de estúpidos, lo miran desconfiados desde lejos sin tener valor siquiera para
dirigirle la palabra.
Ignacio Bermejo Martinez
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