Oscureció al tiempo que nos acercábamos al puerto de
Cádiz, la ciudad que brillaba en el horizonte como una árbol navideño.
Atracamos en el embarcadero, dejando atrás la frialdad del mar, sintiendo en el alma esa paz de quien ya se sabe a salvo.
Volver a tierra firme en Nochebuena era motivo
más que suficiente para sentirse feliz y había que celebrarlo, así que nos
perdimos por las calles más próximas,
en busca de un lugar cálido donde refugiarnos, que nos ofreciera un
plato caliente y un buen vaso de vino. Caminamos unos metros y descubrimos muy
cerca aquella extraordinaria tienda que rezumaba
magia por todas sus esquinas. Nos acercamos curiosos hasta el ventanal más
grande, nos asomamos dentro y vimos, perplejos y asombrados, que las paredes
del interior estaban llenas de pequeños cajas que subían desde el suelo hasta
el techo. Parecían estar cargadas de regalos.
Algunas personas entraban en busca de algo
que no atinábamos a vislumbrar. Lo hacían serias, preocupadas, algunas incluso
compungidas y pesarosas, pero aquella tristeza que mostraban al entrar,
se desvanecía al tiempo que un joven dependiente les atendía amablemente
ofreciéndoles algo que bien podría ser un soplo de alegría o una brizna de
vida.
-Disculpe
Señor- preguntamos a uno que salía de allí tan contento. -¿Nos puede decir qué
venden aquí?- Aquel hombre sonriente, nos miró complacido y muy gentilmente nos
contestó: -Aquí venden el mejor sabor
del mundo. Aquí venden el aroma entrañable de la Navidad.
FELIZ
NAVIDAD
Ignacio Bermejo Martínez
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