Aquel hombre siempre fue un
trabajador incansable. Había luchado
por alcanzar sus metas, afanándose en conseguir sus sueños sin escatimar
esfuerzo y sacrificio. Había logrado casi todos sus objetivos, salvo uno que
siempre le fue negado por el destino, algo de lo que nunca solía hablar.
Decían de él que era un hombre de
éxito, admirado y respetado. Un
empresario ejemplar que supo encontrar la manera de crear empleo, a
pesar del tiempo tan complicado que le
había tocado vivir.
Jamás lo confesó, pero quienes le
conocían sabían que entre sus cosas pendientes estaba aquella pretensión de
haber sido padre de un pequeño. Él adoraba a sus cuatro hijas por encima de
todo, pero a pesar de ello, siempre deseó un varón, un niño con quien identificarse de manera especial,
una idea que había abandonado en el cajón de las cosas imposibles. Eso era todo
cuanto había pedido en aquella carta imaginaria que escribía cada Nochebuena,
Navidad tras Navidad, expresando aquel deseo, hasta que aceptó la cruda realidad,
desechando aquel sueño para siempre.
Pero como suele pasar, las cosas
ocurren de manera imprevisible e inesperadamente. El no lo sabía. No tenía ni
la más remota idea, pero aquel año la vida le deparaba una feliz noticia: La
mayor de sus hijas estaba embarazada, y
si bien no pudo ser padre del varón que siempre quiso, sería su abuelo.
Aquel pequeño tan esperado,
nacería pronto, y bajo el brazo traía aquella vieja ilusión cumplida y la
noticia grata de que, a veces, los sueños se hacen realidad.
Feliz Navidad.
Ignacio Bermejo
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