domingo, 19 de marzo de 2017

EFIMERO


Parar un momento de la vida y echar la vista atrás es inquietante, y lo es porque no nos damos cuenta, inmersos en la vorágine diaria en que vivimos, de que la vida pasa, y pasa tan deprisa que se nos escapa como agua entre los dedos, como  las personas con las que convivimos, que también pasan, y lo hacen tan rápidamente que,  cuando somos conscientes de su naturaleza efímera,  no podemos evitar un profundo sentimiento de vacío y de desasosiego. Echar la vista atrás para recordar, satisfaciendo la curiosidad de años, respondiendo a la pregunta de qué fue de ellos: 

-¿Mi vecina, la de la puerta de al lado?  -Muerta.
-¿Y la madre de Gregorio? -También muerta. Y su vecina de arriba, y la madre de los chiquillos raros. Manolo el Gordo, Paco el tendero, Adelaida la de enfrente, su esposo y su hijo,  y los padres de Diego. Todos, todos muertos. El viejo del sombrero que tanto nos reñía, y Lola, la de la fonda.  La madre de Rosi, la amiga de tu hermana, su padre, todos, todos muertos.

Y es que vamos poco a poco dejando de ser eternos, para convertirnos,  lenta e inexorablemente, en esos seres débiles, cada vez más débiles, ligeros como plumas, volátiles como polvo, que comenzamos  a morir sin ser conscientes, casi sin darnos cuenta,  en el mismo instante en que nacemos, emprendiendo  este viaje sin retorno que es la vida. Somos seres finitos que, como todos mis vecinos, terminaremos muertos,  marchándonos de aquí para no volver jamás, para no volver a ser, para no volver a estar.  Sí, tú que me lees, y yo mismo. Seres fugaces como estrellas, que cruzan el firmamento oscuro de una existencia rápida, tan rápida que apenas existimos.

La vida es corta. No existe el tiempo. El tiempo es un invento con el que nos engañamos, o nos engañaron, y somos tan efímeros que pasamos en un abrir y cerrar de ojos,  la vida es un suspiro, hermosa en su comienzo y valiosa mientras dura, pero un engaña bobos.  
Y ahora que tocando estoy con la punta de mis dedos la barrera de los cincuenta años, me paro para mirar atrás y percibo como la nada avanza y viene hacia mí  con ganas de tragarme, la nada aterradora y oscura de lo eterno, de lo infinito. Un manto ineludible e inapelable de lógica y de paz.  Siempre pensé que la verdad era como una luz brillante, y no era cierto, la verdad es algo oscuro y frio.

Ayer,  mi ayer cercano, preadolescente  despreocupado,  jugaba en la calle con Gregorio, con Chari, Javier Moreno, Mari Carmen, Javier el Rubio, Agustín, Roberto, y otros, y  el tiempo era algo que parecía parado. Me sentía intocable, invencible. Pensaba que era un dios,  como si aquello que sentía en aquel instante, fuese a durar para siempre. Eterno es la palabra maldita de la que a lo largo de la vida te vas desengañando. Ayer, mi ayer cercano, jugaba, quizás soñaba, bajo la mirada atenta de una madre que se fue temprano, como la vecina de arriaba, la vieja Joaquina, la abuela que sin serlo, tantas y tantas veces ejerció de ello.  Dónde estarán, me pregunto algunas veces, empeñado en no reconocer que ya no están sencillamente.

Y ha sido en un descuido, en un despiste breve, en el que todos ellos se marcharon y no ha sido hasta ahora, hasta ahora que me paro, que me he dado cuenta de lo solo que estoy,  cada vez más solo y, a pesar de ello, menos asustado, sabiendo que no soy nada.

No, no somos inmortales, ni inexpugnables. No somos tan fuertes  ni afanosos como creí serlo alguna vez.


Nada fui, y a la nada voy sin remedio, o ella viene a por mí, o tras de mí, hasta alcanzarme, hasta que llegue el momento de desaparecer y apagarme como la llama de un mechero. 

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