Parar un momento de la vida y
echar la vista atrás es inquietante, y lo es porque no nos damos cuenta,
inmersos en la vorágine diaria en que vivimos, de que la vida pasa, y pasa tan
deprisa que se nos escapa como agua entre los dedos, como las personas con las que convivimos, que
también pasan, y lo hacen tan rápidamente que, cuando somos conscientes de su naturaleza
efímera, no podemos evitar un profundo
sentimiento de vacío y de desasosiego. Echar la vista atrás para recordar,
satisfaciendo la curiosidad de años, respondiendo a la pregunta de qué fue de
ellos:
-¿Mi vecina, la de la puerta
de al lado? -Muerta.
-¿Y la madre de Gregorio? -También
muerta. Y su vecina de arriba, y la madre de los chiquillos raros. Manolo el
Gordo, Paco el tendero, Adelaida la de enfrente, su esposo y su hijo, y los padres de Diego. Todos, todos muertos.
El viejo del sombrero que tanto nos reñía, y Lola, la de la fonda. La madre de Rosi, la amiga de tu hermana, su
padre, todos, todos muertos.
Y es que vamos poco a poco
dejando de ser eternos, para convertirnos, lenta e inexorablemente, en esos seres
débiles, cada vez más débiles, ligeros como plumas, volátiles como polvo, que comenzamos
a morir sin ser conscientes, casi sin
darnos cuenta, en el mismo instante en
que nacemos, emprendiendo este viaje sin
retorno que es la vida. Somos seres finitos que, como todos mis vecinos,
terminaremos muertos, marchándonos de
aquí para no volver jamás, para no volver a ser, para no volver a estar. Sí, tú que me lees, y yo mismo. Seres fugaces como
estrellas, que cruzan el firmamento oscuro de una existencia rápida, tan rápida
que apenas existimos.
La vida es corta. No existe el
tiempo. El tiempo es un invento con el que nos engañamos, o nos engañaron, y
somos tan efímeros que pasamos en un abrir y cerrar de ojos, la vida es un suspiro, hermosa en su comienzo
y valiosa mientras dura, pero un engaña bobos.
Y ahora que tocando estoy con
la punta de mis dedos la barrera de los cincuenta años, me paro para mirar
atrás y percibo como la nada avanza y viene hacia mí con ganas de tragarme, la nada aterradora y
oscura de lo eterno, de lo infinito. Un manto ineludible e inapelable de lógica
y de paz. Siempre pensé que la verdad
era como una luz brillante, y no era cierto, la verdad es algo oscuro y frio.
Ayer, mi ayer cercano, preadolescente despreocupado, jugaba en la calle con Gregorio, con Chari, Javier
Moreno, Mari Carmen, Javier el Rubio, Agustín, Roberto, y otros, y el tiempo era algo que parecía parado. Me
sentía intocable, invencible. Pensaba que era un dios, como si aquello que sentía en aquel instante,
fuese a durar para siempre. Eterno es la palabra maldita de la que a lo largo
de la vida te vas desengañando. Ayer, mi ayer cercano, jugaba, quizás soñaba, bajo
la mirada atenta de una madre que se fue temprano, como la vecina de arriaba, la
vieja Joaquina, la abuela que sin serlo, tantas y tantas veces ejerció de ello.
Dónde estarán, me pregunto algunas
veces, empeñado en no reconocer que ya no están sencillamente.
Y ha sido en un descuido, en
un despiste breve, en el que todos ellos se marcharon y no ha sido hasta ahora,
hasta ahora que me paro, que me he dado cuenta de lo solo que estoy, cada vez más solo y, a pesar de ello, menos
asustado, sabiendo que no soy nada.
No, no somos inmortales, ni inexpugnables.
No somos tan fuertes ni afanosos como
creí serlo alguna vez.
Nada fui, y a la nada voy sin
remedio, o ella viene a por mí, o tras de mí, hasta alcanzarme, hasta que
llegue el momento de desaparecer y apagarme como la llama de un mechero.
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