jueves, 22 de noviembre de 2007

Mi amado Otileugim

Estaba mi amado Otileugim sentado sobre un cerro de un inmenso jardín contemplando el paisaje completamente ensimismado; tanto, que llamó mi atención.
-¿Qué miras Otileugim?- le pregunté acrecentada mi curiosidad por su quietud.
-Miro esos pájaros- me respondió sin extraviar ni un ápice su atención.
Tratando de respetar el momento, me senté a su vera y escruté el horizonte buscando con la mirada el motivo de su ensimismamiento. Vi los pájaros a los que se refería. Eran normales, como cualquier otro que hubiera visto anteriormente, y como aquellos, también piaban alborozadamente, y saltaban juguetones entre las ramas de los árboles.
-¿Qué tienen de especial?-pregunté al fin, rompiendo el silencio tras esperar unos minutos.
-Me cuentan cómo es el Paraíso.- Aquella respuesta me sorprendió. No me la esperaba de un niño que apenas había cumplido los cinco años.
-¿El Paraíso? ¿El Edén? ¿Aquel lugar de donde fueron expulsados Adán y Eva?
-Sí- dijo sin reparar siquiera en mi asombro.
Ambos volvimos a concentrarnos en la bucólica escena que se desarrollaba ante nuestros ojos, aunque debo reconocer que yo no alcanzaba a entender en plenitud todo el sentido de sus palabras.
-¿No sabes que Dios es nuestro padre?- me preguntó de repente.
-Sí, claro que lo sé- respondí quedando a la espera de una más amplia explicación.
-Entonces, si lo sabes, ¿cómo dudas de su amor?. Ningún padre deja de amar jamás a sus hijos. Por ello sé que aquellos que son fruto del amor nunca fueron expulsados del paraíso. Todos continuamos dentro, aunque no seamos conscientes de ello, sólo fuimos castigados con no poderlo disfrutar hasta que no seamos capaces de embriagarnos del amor verdadero. El paraíso es este lugar donde vivimos y que compartimos con otros seres que no fueron castigados. Dios no echó nunca del paraíso a esas aves. ¡Míralas! Observa lo felices que están. La única diferencia entre ellas y nosotros es que aunque compartamos el mismo tiempo y el mismo espacio, no tienen que ganarse el sustento con el sudor de la frente. No están malditas. Nosotros sí. Por eso ellas son felices, porque todo les es dado y no tienen preocupaciones. Nosotros en cambio debemos trabajar para poder vivir y eso marca la diferencia, porque quien debe trabajar para vivir, es víctima de las preocupaciones mundanas y de otros males adjuntos que nos corrompen el alma, como la envidia o el egoísmo. Si no tuviéramos que trabajar para vivir, no tendríamos que preocuparnos de nada, pues todos tendríamos lo suficiente y, por tanto, no existiría la envidia ni el egoísmo, y seríamos capaces de ver la belleza del mundo en el que vivimos, este jardín fastuoso donde deberíamos de ser felices.
Aquella reflexión que Otileugim me relató, me sorprendió aún más que la primera frase que me dijo. Quedé tan asombrado que dudaba de que aquellas fueran palabras salidas de la boca de un ser tan pequeño. Mi volví para mirarlo, quizás más asustado que sorprendido, y para mi mayor confusión, el niño había abandonado el cerro donde había estado sentado y corría dirección a una pelota. -¡Vamos, vamos! Juguemos un partido- me pidió mientras sonreía tan alegremente como aquellos pajarillos. No podía creerlo. Lo miré en la distancia, escrutando su minúscula presencia, queriendo ver algo distinto de lo que ciertamente veía, que no era más que la inocencia de un niño que quería jugar, como todos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que preciso es Otileugim; NO esperaba encontrar a nadie con el nombre de miguelito alrevez, pues lo uso mucho y navaegaba el internet en busca de alguna informacion sobre mi que yo no supiera estuviera publicada. pero , Al fin la casualidad de encontrarme con este pequeno relato es puramente agradable.

P.s.
Miguelito> Otileugim
Jose R. JR.