martes, 15 de noviembre de 2016

Algo nuevo sobre Cervantes.

    

(Conferencia pronunciada en la presentación de mi segunda novela, La ciudad sin luz. )

        La historia de la literatura, como todo en la vida, viene definida por unas constantes cíclicas, que parecen a priori molestas, pero que no lo son para nada en absoluto. Me refiero a la constante lucha entre lo puro y lo mezclado, entre lo perfecto y lo imperfecto.
            El sabio, el estudioso, el entendido en la materia, al descubrirlas se  sorprende y se escandaliza, llevándose las manos a la cabeza, pues le resulta, cuanto menos, curiosísimo como los autores discuten entre sí, pelean  y se enfrentan en una lucha a veces  atroz por defender su verdad, y es que, según creo yo desde mi humilde entender, éste, el entendido, el sabio, no cae en la cuenta de que él estudia simplemente lo que el autor crea y por lo tanto, la óptica es distinta. El concepto es distinto.
            ¿Que quién sabe más de literatura? Sin lugar a dudas el sabio, pues es capaz de concretar, clasificar y definir, pero está carente de la vena creativa y no puede unir, si acaso, más de media página con palabras coherentes que emanen de su inventiva.
            Los autores, los creativos, no tienen ni idea de literatura. Crean literatura precisamente por eso, porque no tienen ni idea de lo que se traen entre manos. Y esto es así hasta el punto, que cuando el creativo, el escritor descubre su importancia, su trascendencia, generalmente muere como autor, al menos como autor interesante y se convierte en sabio y empieza a dogmatizar. Deja de escribir novelas interesantes y se dedica, posiblemente sin darse cuenta, a la producción de ladrillos que solo él u los suyos son capaces de leer.
           
            Esto le pasó a Cervantes,  el gran Cervantes, a quien me permito nombrar en conmemoración del cuarto centenario de su obra más exitosa.
            Cervantes, en contra de lo que todo el mundo piensa, no se sentía novelista. Él era ante todo dramaturgo. Amaba al teatro sobre todas las cosas y de este amor nos habla y bien reiteradamente a lo largo del extenso Quijote.
            Pues bien, en Cervantes se da la paradoja  de que siendo un excelente novelista, posiblemente el mejor de los tiempos,  era, y a muy pesar suyo,  un pésimo dramaturgo, y saben ustedes por qué, pues precisamente porque cuando escribía novela lo hacía carente de sentirse poseedor de la verdad, entre otras cosas porque, aunque no me crean, escribía sintiéndose en el fondo un tanto inseguro.  De hecho el Quijote es una obra imperfecta, una obra con pequeños fallos, que no desdicen en nada de su calidad, sino todo lo contrario, ya que se carga de humanidad y con ello se engrandece.
            Cervantes, como digo, quería ser dramaturgo y de hecho escribió una infinidad de obras de teatro, pero no les sirvieron absolutamente para nada. No tuvo éxito en el teatro como él deseaba, y creo que era debido a que él dogmatizaba al escribir y dejaba de producir con frescura y ladrillaba al público con su verdad, los aburría.
            Este fracaso lo atormentaba hasta el punto de llegar a sentir un verdadero odio por Lope de Vega. Cervantes veía como Lope de Vega triunfaba en el arte de la bambalina y se esforzaba por superarlo constantemente. He de decir en honor a la verdad que posiblemente lo conseguía, pero al precio de perder el interés general.
            ¿Saben por qué ocurre esto? La respuesta es sencilla pero a su vez solventa este dilema literario con una brillantez sorprendente. Este fenómeno ocurre porque la gente no va al teatro a aprender, la gente va al teatro principalmente a divertirse, y luego, si de paso aprenden algo, está bien, pero el aprender no es lo fundamental del teatro. Yo diría más incluso, el aprender no es lo fundamental de la literatura, lo fundamental de la literatura es distraer, y por eso fracasan los puristas, precisamente porque con tanta calidad y tanta perfección lo que consiguen es aburrir y que el público les dé de lado.
            Cervantes no confesaba abiertamente el odio que sentía por Lope de Vega, pero la envidia se le escapaba por la comisura de sus ojos y lo delataba sin remedio.
            Lope de Vega lo obviaba. Éste escribía y escribía tanto que Menéndez y Pelayo clasificó su extensa obra  en religiosas, mitológicas, legendarias, pastoriles, caballerescas, novelescas, de costumbres y enredo, sin descuidar su típica estructura en tres actos.
            Miguel de Cervantes llamo a Lope de Vega "monstruo de la naturaleza“, pues su producción desbordo todos los moldes y su talento excepcional pudo legar una obra muy fecunda e ilustre a la posteridad.  No se sabe a ciencia cierta el carácter o el significado real que Cervantes quiso dar a la palabra “monstruo”.
            Esto demuestra que Lope de Vega fue un dramaturgo más exitoso que Cervantes porque se dedicaba a escribir y a escribir, sin tener en cuenta el dogma literario, y por eso lo desbordó. Lope de Vega dio forma definitiva a la comedia española e hizo de ella un género netamente nacional.
            Cervantes, en cambio, posiblemente sin saberlo, se hizo grande, el más grande, donde más pequeño se sentía, en su narrativa. En ella podemos encontrar al Cervantes más humano, al menos docto, pero posiblemente al más genial de todos y al menos equivocado, pues no hay un error más grande que creerse poseedor de la verdad absoluta.

            Decía al principio que esto es así desde que la literatura existe. De hecho tanto Cervantes como Lope de Vega desconocían que unos 500 años antes de Jesucristo, los grandes trágicos griegos fundaron y establecieron las características del teatro que, con diversas variaciones, se convirtieron en el genero literario que todos conocemos.
Pues bien, ya desde entonces se viene repitiendo esta historia, desde que se celebraban en Grecia las famosas fiestas o juegos dionisiacos, en los cuales los mejores autores presentaban a concurso sus tetralogías, compuestas de tres tragedias y una comedia.
Esquilo es el primero de ellos. Llevo a cabo una innovación al introducir en escena un segundo actor que dialoga con el coro, que era un conjunto de actores. Intervenía solamente en los intervalos de los actos y expresaba sentimientos de temor, admiración principalmente. Éste lo ganaba todo siempre, adquiriendo con ello ese erróneo sentimiento de sentirse poseedor de la verdad. Ni sospechaba que su final estaba cerca, pues un joven dramaturgo sin importancia, se le acercaba sigiloso hasta arrebatarle el éxito sin remedio.
Todo ocurrió en el año 468 antes de Cristo. En Atenas se vivía una gran efervescencia por la proximidad de los festejos e honor a Dionisios.
Se iba a celebrar un concurso donde premiar al mejor conjunto de tragedias nuevas. En aquel año, había celebración especial: Cimon y otros nueve generales atenienses llevaban de la isla de Scyros los restos de Teseos , fundador de Atenas , reliquias que , sin temor a dudas , librarían al pueblo de plagas y desastres. Para hacer honor aquellos portadores de la aventura, uno de los altos funcionarios de la ciudad invitó a los generales a escuchar todas las obras que entraron en concurso y a formar el jurado que había de adjudicar el premio.
En lugar de dar el premio de Esquilo, el gran dramaturgo ya casi sexagenario, que, como he dicho, siempre ganaba, los jueces lo dieron a un joven cuya obra dramática era completamente desconocida. Ese joven fue Sófocles, y la tragedia premiada Triptolemo. A partir de entonces el odio de Esquilo por Sófocles fue en aumento, y mientras el primero dogmatizaba mostrando al mundo la verdad, su verdad, el segundo simplemente escribía y al hacerlo le robaba todo el protagonismo.

Yo, no iba a ser menos que nadie, y debo reconocer que al igual que todo aquel que crea, me siento a veces en esta misma encrucijada.
Sé que existen quienes me vilipendian por la forma en la que escribo, personas a quienes les parece un insulto el echo de que yo publique mis novelas.
Esas personas, esos grandes entendidos sin duda, desconocen que yo, en el fondo, como dijo un conocido escritor contemporáneo, sólo pretendo ser un simple jardinero dentro del ámbito literario.  Yo no tengo pretensiones de enseñar absolutamente nada. Escribo porque me gusta, porque me encanta, porque cuando lo hago me siento el centro del universo, porque solo cuando escribo me reconozco y me siento yo. Escribo simple y sencillamente porque me da la gana y si además tengo la dicha de que me publiquen lo que escribo y que ustedes lo lean, a lo único que aspiro, y lo digo de corazón, es a que ustedes se diviertan con lo que narro.
Son importantes las formas, lo sé, y es por ello que las respeto en la medida en que puedo y sé, pero estas no van a ser las que pongan límite al ejercicio de mi vocación. Yo no lo permitiré, y no lo haré porque cuando escribo no lo hago para enseñar nada, sino simple y sencillamente porque deseo ser el hombre mas feliz del mundo y para ello es necesario, en mi caso, que armado de mi pluma me enfrente al gran dragón fantástico de un papel en blanco.
Les juro por Dios, que solo aspiro a ser jardinero, un humilde y sencillo jardinero que llene de alegría y color los espacios abiertos y libres de sus mentes.

Muchas Gracias.

Ignacio Bermejo

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