(Conferencia pronunciada en la presentación de mi segunda novela, La ciudad sin luz. )
La historia
de la literatura, como todo en la vida, viene definida por unas constantes
cíclicas, que parecen a priori molestas, pero que no lo son para nada en
absoluto. Me refiero a la constante lucha entre lo puro y lo mezclado, entre lo
perfecto y lo imperfecto.
El sabio,
el estudioso, el entendido en la materia, al descubrirlas se sorprende y se escandaliza, llevándose las
manos a la cabeza, pues le resulta, cuanto menos, curiosísimo como los autores
discuten entre sí, pelean y se enfrentan
en una lucha a veces atroz por defender
su verdad, y es que, según creo yo desde mi humilde entender, éste, el
entendido, el sabio, no cae en la cuenta de que él estudia simplemente lo que
el autor crea y por lo tanto, la óptica es distinta. El concepto es distinto.
¿Que quién
sabe más de literatura? Sin lugar a dudas el sabio, pues es capaz de concretar,
clasificar y definir, pero está carente de la vena creativa y no puede unir, si
acaso, más de media página con palabras coherentes que emanen de su inventiva.
Los
autores, los creativos, no tienen ni idea de literatura. Crean literatura
precisamente por eso, porque no tienen ni idea de lo que se traen entre manos.
Y esto es así hasta el punto, que cuando el creativo, el escritor descubre su
importancia, su trascendencia, generalmente muere como autor, al menos como
autor interesante y se convierte en sabio y empieza a dogmatizar. Deja de
escribir novelas interesantes y se dedica, posiblemente sin darse cuenta, a la
producción de ladrillos que solo él u los suyos son capaces de leer.
Esto le
pasó a Cervantes, el gran Cervantes, a
quien me permito nombrar en conmemoración del cuarto centenario de su obra más
exitosa.
Cervantes,
en contra de lo que todo el mundo piensa, no se sentía novelista. Él era ante
todo dramaturgo. Amaba al teatro sobre todas las cosas y de este amor nos habla
y bien reiteradamente a lo largo del extenso Quijote.
Pues bien,
en Cervantes se da la paradoja de que
siendo un excelente novelista, posiblemente el mejor de los tiempos, era, y a muy pesar suyo, un pésimo dramaturgo, y saben ustedes por
qué, pues precisamente porque cuando escribía novela lo hacía carente de
sentirse poseedor de la verdad, entre otras cosas porque, aunque no me crean, escribía
sintiéndose en el fondo un tanto inseguro.
De hecho el Quijote es una obra imperfecta, una obra con pequeños
fallos, que no desdicen en nada de su calidad, sino todo lo contrario, ya que
se carga de humanidad y con ello se engrandece.
Cervantes,
como digo, quería ser dramaturgo y de hecho escribió una infinidad de obras de
teatro, pero no les sirvieron absolutamente para nada. No tuvo éxito en el
teatro como él deseaba, y creo que era debido a que él dogmatizaba al escribir
y dejaba de producir con frescura y ladrillaba al público con su verdad, los
aburría.
Este
fracaso lo atormentaba hasta el punto de llegar a sentir un verdadero odio por
Lope de Vega. Cervantes veía como Lope de Vega triunfaba en el arte de la
bambalina y se esforzaba por superarlo constantemente. He de decir en honor a
la verdad que posiblemente lo conseguía, pero al precio de perder el interés
general.
¿Saben por
qué ocurre esto? La respuesta es sencilla pero a su vez solventa este dilema
literario con una brillantez sorprendente. Este fenómeno ocurre porque la gente
no va al teatro a aprender, la gente va al teatro principalmente a divertirse,
y luego, si de paso aprenden algo, está bien, pero el aprender no es lo
fundamental del teatro. Yo diría más incluso, el aprender no es lo fundamental
de la literatura, lo fundamental de la literatura es distraer, y por eso
fracasan los puristas, precisamente porque con tanta calidad y tanta perfección
lo que consiguen es aburrir y que el público les dé de lado.
Cervantes
no confesaba abiertamente el odio que sentía por Lope de Vega, pero la envidia
se le escapaba por la comisura de sus ojos y lo delataba sin remedio.
Lope de
Vega lo obviaba. Éste escribía y escribía tanto que Menéndez y Pelayo clasificó
su extensa obra en religiosas,
mitológicas, legendarias, pastoriles, caballerescas, novelescas, de costumbres
y enredo, sin descuidar su típica estructura
en tres actos.
Miguel de
Cervantes llamo a Lope de Vega "monstruo de la naturaleza“,
pues su producción desbordo todos los moldes y su talento excepcional pudo
legar una obra muy fecunda e ilustre a la posteridad. No se sabe a ciencia cierta el carácter o el
significado real que Cervantes quiso dar a la palabra “monstruo”.
Esto demuestra que Lope de Vega fue
un dramaturgo más exitoso que Cervantes porque se dedicaba a escribir y a
escribir, sin tener en cuenta el dogma literario, y por eso lo desbordó. Lope
de Vega dio forma definitiva a la comedia española e hizo de ella un género
netamente nacional.
Cervantes,
en cambio, posiblemente sin saberlo, se hizo grande, el más grande, donde más
pequeño se sentía, en su narrativa. En ella podemos encontrar al Cervantes más humano,
al menos docto, pero posiblemente al más genial de todos y al menos equivocado,
pues no hay un error más grande que creerse poseedor de la verdad absoluta.
Decía al
principio que esto es así desde que la literatura existe. De hecho tanto
Cervantes como Lope de Vega desconocían que unos 500 años antes de Jesucristo,
los grandes trágicos griegos fundaron y establecieron las características del
teatro que, con diversas variaciones, se convirtieron en el genero literario
que todos conocemos.
Pues bien, ya desde entonces se
viene repitiendo esta historia, desde que se celebraban en Grecia las famosas
fiestas o juegos
dionisiacos, en los cuales los mejores autores presentaban a concurso sus
tetralogías, compuestas de tres tragedias y una comedia.
Esquilo es el primero de ellos.
Llevo a cabo una innovación al introducir en escena un segundo actor que
dialoga con el coro, que era un conjunto de actores. Intervenía solamente en
los intervalos de los actos y expresaba sentimientos de temor, admiración
principalmente. Éste lo ganaba todo siempre, adquiriendo con ello ese erróneo
sentimiento de sentirse poseedor de la verdad. Ni sospechaba que su final
estaba cerca, pues un joven dramaturgo sin importancia, se le acercaba sigiloso
hasta arrebatarle el éxito sin remedio.
Todo ocurrió en el año 468 antes
de Cristo. En Atenas se vivía una gran efervescencia por la proximidad de los
festejos e honor a Dionisios.
Se iba a celebrar un concurso
donde premiar al mejor conjunto de tragedias nuevas. En aquel año, había
celebración especial: Cimon y otros nueve generales atenienses llevaban de la
isla de Scyros los restos de Teseos , fundador de Atenas , reliquias que , sin
temor a dudas , librarían al pueblo de plagas y desastres. Para hacer honor
aquellos portadores de la aventura, uno de los altos funcionarios de la ciudad
invitó a los generales a escuchar todas las obras que entraron en concurso y a
formar el jurado que había de adjudicar el premio.
En lugar de dar el premio de
Esquilo, el gran dramaturgo ya casi sexagenario, que, como he dicho, siempre
ganaba, los jueces lo dieron a un joven cuya obra dramática era completamente
desconocida. Ese joven fue Sófocles, y la tragedia premiada Triptolemo. A
partir de entonces el odio de Esquilo por Sófocles fue en aumento, y mientras
el primero dogmatizaba mostrando al mundo la verdad, su verdad, el segundo
simplemente escribía y al hacerlo le robaba todo el protagonismo.
Yo, no iba a ser menos que nadie, y debo reconocer
que al igual que todo aquel que crea, me siento a veces en esta misma
encrucijada.
Sé que existen quienes me
vilipendian por la forma en la que escribo, personas a quienes les parece un
insulto el echo de que yo publique mis novelas.
Esas personas, esos grandes
entendidos sin duda, desconocen que yo, en el fondo, como dijo un conocido
escritor contemporáneo, sólo pretendo ser un simple jardinero dentro del ámbito
literario. Yo no tengo pretensiones de
enseñar absolutamente nada. Escribo porque me gusta, porque me encanta, porque
cuando lo hago me siento el centro del universo, porque solo cuando escribo me
reconozco y me siento yo. Escribo simple y sencillamente porque me da la gana y
si además tengo la dicha de que me publiquen lo que escribo y que ustedes lo
lean, a lo único que aspiro, y lo digo de corazón, es a que ustedes se
diviertan con lo que narro.
Son importantes las formas, lo
sé, y es por ello que las respeto en la medida en que puedo y sé, pero estas no
van a ser las que pongan límite al ejercicio de mi vocación. Yo no lo
permitiré, y no lo haré porque cuando escribo no lo hago para enseñar nada,
sino simple y sencillamente porque deseo ser el hombre mas feliz del mundo y
para ello es necesario, en mi caso, que armado de mi pluma me enfrente al gran
dragón fantástico de un papel en blanco.
Les juro por Dios, que solo
aspiro a ser jardinero, un humilde y sencillo jardinero que llene de alegría y
color los espacios abiertos y libres de sus mentes.
Muchas Gracias.
Ignacio Bermejo
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